Bach compuso en 1723 una serie de piezas como ejercicios para uno de sus hijos, Wilhelm Friedemann, a quien seguramente, vista la dedicación del padre, se le atragantaba el arte del clavecín. Creo que Bach estaba hasta tal punto implicado en la enseñanza musical que no podía ver cómo un alumno, ya fuera su hijo o cualquier otro, tropezaba una y otra vez con los mismos obstáculos en forma de teclas. El cuaderno constituye un método de aprendizaje no sólo para la interpretación, sino también para la composición, o lo que es lo mismo, para la creación. Su enseñanza y legado trascienden hoy el campo de la Música.
Las 30 piezas se caracterizan por su relativa brevedad, su fluidez y la variedad de recursos creativos que atesoran. A las 15 primeras, a dos voces, las denominó INVENCIONES; y a las 15 siguientes, a tres voces, SINFONÍAS. En ellas, Bach hace uso de todos los procedimientos musicales de los que era maestro: el contrapunto, el canon, la fuga, las notas pedales, los ornamentos… Todas son monotemáticas: parten de un motivo o tema sencillo que es desplegado sucesivamente por las voces a modo de imitación. El concepto invenciones se aplica al trabajo de desarrollo de cada motivo. Habitualmente, éste es introducido por una de las voces y repetido por otra a diferente altura; posteriormente el motivo es truncado, estirado o reflejado como en la superficie de un espejo. De este modo se emplea, recurrentemente, en las diferentes tonalidades por las que atraviesa la pieza. El efecto final es el de fugaces explosiones en nuestros oídos, huellas sonoras que inmediatamente fueran reconstruidas por nuestros ojos como fuegos de artificio. Se diría que con estas breves obras Bach deseara sentar las bases de la sintaxis musical: tomar los elementos mínimos del lenguaje sonoro y explorar todas sus posibilidades de combinación, como las letras se combinan para formar las primeras palabras, luego pequeñas frases y párrafos. Y en esta constructiva praxis hay una jugosa afirmación de talento, perceptible en cada pasaje, igual que se advierte y saborea cada frase en un cuento o fábula. Son verdaderas gemas musicales, talladas y desgatadas con mimo por Bach.
La sinfonía nº 2 está escrita en Do menor. Es una pieza de una hermosa y apaciguada tristeza. Hay algo en ella también de fantasía y majestad. El motivo principal, que se extiende por dos compases, habla de cierta relación entre siervos y señores: grupos de tres corcheas contra serenas negras con puntillo. Resulta preciosa su aparición por primera vez, sentando una atmósfera de trovada atemporal; su inmediata imitación por otras voces. Cuando luego, a instancias de la propia composición, se subdivide en semicorcheas, su melodía dibuja agilidad y tránsito, con un acento de nostalgia, como el de una escalera gótica que condujera a las estancias de un castillo. Y es así como Bach nos lleva por los pasillos, por los salones y torreones de piedra, habitados por fantasmas y doncellas que se acicalan. Son las tonalidades próximas: Sol menor, Si bemol Mayor, La bemol mayor… Me conmueve el pedal trinado en que se detienen estos tránsitos, como un rumor de aguas que reverberara en cada nivel de la fortaleza. Por tres veces suena y hace que nuestra percepción se empape y corra. Lluvia repiqueteando en las más altas almenas; aguas arremolinadas en el foso turbio; perfume salpicado en un balcón al que se asoma melancólica una figura. El príncipe esconde en la mirada un destello de amor no correspondido y lejano. En sus manos, una llave con la que abre y cierra el balconaje. Cuando lo hace, suena un último, solitario y luminoso acorde de Do Mayor. ¿Acaso la promesa aguardada de regreso?