La primera de las óperas maduras de Wagner se abre con dos navíos a merced de un mar en furia. Junto al buque del capitán Daland, recién fondeado en un fiordo de la costa noruega tras un violenta tempestad, atraca otro buque fantasmagórico. De su cubierta desciende un individuo de semblante sombrío… Un hombre ataviado a la antigua usanza española que huye de una maldición sobre él vertida de navegar eternamente y al que solo se le permite pisar tierra cada siete años, en busca (o a la caza) de una mujer que lo redima por medio de un amor puro e incondicional… ¡El holandés errante!
La conmoción del cuadro de temporal con que arranca la ópera se transmite magistralmente a la obertura: las embestidas de las olas, las trombas de agua, el aullido del viento, los gritos de los marineros ya a salvo… Y la escenografía de la Fura del Baus para la presente coproducción internacional, que se asoma por el Teatro Real hasta el próximo 3 de enero, acierta de lleno en el planteamiento visual de partida: un abismo de oscuridad y la proa de un gran barco surcándolo, sacudida por la mar gruesa. Pero pronto ese escenario de tormenta amaina en la penumbra. La acción parece encallar en tierra firme y, mientras el barco es reparado en el dique seco, nos adentramos en el terreno no menos turbulento de los símbolos y de lo onírico: el coro de hilanderas con sus ruecas, como Penélopes a la espera de sus Ulises; el retrato del holandés, al que la hija de Daland, Senta, canta su famosa balada –germen, según confesaba el propio Wagner, de la mayor parte de los motivos de la ópera–; la pesadilla del prometido oficial de Senta, el cazador Erik, que teme verla desaparecer en brazos del navegante…
El asunto de fondo de un drama tan metafórico como El holandés errante (1843) está muy en consonancia con la naturaleza del mar. Las aguas se agitan siempre en busca de reposo. La errancia no se debe a una travesía sin rumbo, sino más bien a una exploración infructuosa. Del mismo modo, ninguno de los personajes principales de la obra parece conforme y en paz con su destino. En todos ellos se despliega el ansia de lo inalcanzable. Daland codicia el dinero que no posee; el holandés, la calma de abandonar su eterna navegación; Senta, la vibración de un amor no convencional; Erik, la senda estable del matrimonio…
Y esta filosofía de lo insatisfecho cabría aplicarse a la propia música de Wagner, siempre impulsada por su dinamismo de motivos y tonalidades sin resolver. Sin embargo, en el El holandés, tenemos la impresión de que el maestro encuentra firmes apoyos como compositor. La partitura es tremendamente consistente en sus hallazgos musicales. Lo mejor de su producción posterior ya está presente en ella y el reparto del Real, con unas excelentes voces wagnerianas, una dirección orquestal precisa a cargo de Pablo Heras-Casado y un coro impresionante en su desempeño, no hace sino poner de relieve la contundencia de este fortín musical.
Así, concluida la representación, nos asalta una duda: ¿y si al buque del capitán Daland, en vez de atracar junto a él un buque fantasma, viniera a visitarlo una fortaleza flotante? Un castillo que surcara las aguas a la deriva y por cuyo puente levadizo descendiera a tierra su señor y capitán: música y drama de la mano, en busca del arte total.
Reseña publicada originalmente en Culturamas (30/12/2016)
Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 17 de diciembre de 2016 al 3 de enero de 2017