La tormenta se esfuma de madrugada dando paso a una nueva semana. La rutina se rehace en el barrio entre árboles resquebrajados y verduras desparramadas por las calles. Los gemelos, con su reloj biológico nanométricamente acompasado, se levantan con el sol. Cada cual en su casa ejecuta un automatismo que, de ser observado a un mismo tiempo por un ojo oculto, sería descrito ipso facto como un comportamiento clónico o mimético. Los dos besan a sus mujeronas al sacudirse las colchas de encima; los dos se lavan la boca en pantuflas y pijama; los dos ponen a hervir la tetera mientras toman una ducha tibia; los dos desayunan tostadas, zumo y algo de fiambre; los dos se visten con elegancia de arriba a abajo, contra toda la lógica mundana; y, por fin, los dos acuden a sus cuartos de estudio y sacan de los armarios unas carcasas caprichosas: las fundas de sus queridas guitarras. Luego toman las partituras de la semana y salen a la calle. A las ocho y media han quedado en el garaje para ir al Conservatorio.


Su amor por la guitarra surgió de modo insospechado. El día en que cumplieron los cincuenta, como por efecto de un arrebato que recorriera paralelamente el torrente de sus venas, esos ríos gemelos de años y sangre, los dos sintieron la llamada definitiva de la Música, primada entre las artes. En ese crucial momento, decidieron, sin siquiera ponerlo en conocimiento del otro, que debían aparcar la bandurria y dedicarse a la guitarra. Debían para siempre dejar la agrupación local de Amigos de la bandurria, en la que desde hacía más de veinte años venían desperdiciando sus talentos musicales, rescatando tonadillas y vulgares sonatinas, para consagrarse al instrumento supremo: la guitarra clásica española. Y en ese día glorioso, los dos coincidieron, como por designio de una fuerza superior, en la secretaría del Conservatorio de Música donde, al compás de un aire maestoso de primavera, reservaron plaza para los inminentes exámenes de ingreso. No hacía falta comentar nada, casi ni saludarse. Sus voluntades confluían ineludiblemente, como los mecanismos desgajados de un reloj suizo. Desde entonces, tres o cuatro veces por semana vienen haciendo el mismo recorrido a tan temprana hora de la mañana, desempolvando los pistones de su jaguar para ser los primeros en llegar al Conservatorio. Sus dos guitarras viajan siempre en los asientos traseros, desde donde desafían con sus curvas el aburrido diseño urbano. Son las sustitutas gemelas de sus olvidadas mujeres. Afinarlas, rozar con las yemas de los dedos sus nacarados trastes, es un imperativo amoroso que sólo halla satisfacción al traspasar las cabinas de ensayo. Cuando llueve o hace viento, los gemelos despliegan la capota del auto y entonces sus mástiles recuerdan siluetas misteriosas: dos damas francesas en su galante carroza, o dos novicias prestas a desposar los hábitos de un convento.
Las lecciones de la semana son, esta vez, sumamente complicadas. Albéniz se les atraganta con sendos paisajes de ibérica finura. Granada suena a patio sin agua ni rumores en las manos de uno; y las turbulentas semicorcheas de Asturias, quién sabe si por influjo de la tormenta, parecen gaviotas en desbandada en las del otro. Frustrados por la interpretación, los gemelos se sacuden los cabellos y se estrujan con fuerzas las barbas.

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