Que Roberto Devereux, estrenada en el Teatro San Carlo de Nápoles el 28 de octubre de 1837, no se halla entre las obras más celebradas de su autor, es un hecho que ningún amante del género lírico entraría a discutir. Gaetano Donizetti (1797-1848) ha pasado a la historia por otros títulos mucho más queridos por el público de hoy, como L’elisir d’amore, Don Pasquale o Lucia de Lammermoor. Aun así, la querencia donizettiana por las ambientaciones en la Inglaterra y Escocia medievales resulta innegable. Tres de sus óperas de más serias pretensiones tienen a personajes sajones, concretamente reinas, como principales protagonistas. Esto sugiere que, entre compás y compás, entre encargo y encargo de los más diversos teatros de Europa, el espíritu de compositor-oficinista de don Gaetano se distraía con las lecturas románticas de un Walter Scott, a buen seguro. El enredo así lo confirma: es la historia (libremente adaptada en el libreto de Cammarano) de la tortuosa relación entre la reina Isabel I de Inglaterra y su predilecto Roberto Devereux, conde de Essex, quien ama realmente a la duquesa de Nottingham y esposa de su mejor amigo. Roberto está siendo juzgado por alta traición y espera, de un día para otro, la firma de su sentencia a muerte del puño y letra de la propia reina… Un mortífero cruce de triángulos amorosos con el telón de fondo de las luchas de poder durante la dinastía Tudor.

Si el ostracismo a que la ópera ha sido condenada es merecido, o más bien todo lo contrario, tampoco parece objeto de discusión. La obra, hoy escuchada y vista, ofrece, a partes iguales, momentos de altura musical y escénica, junto a otros (¿demasiados?) de rutina en la ideación.  No es para nada una creación sólida, homogénea, sino más bien descompensada; y es esto lo que, tal vez, la vuelva más interesante. La obertura, sin ánimo despectivo, da una impresión de zarzuela chica, un pastiche añadido a posteriori a base de bombos y platillos, el cual poco o nada tiene que ver con la trama majestuosa a la que precede. Andaría apurado el maestro y la rescataría de su baúl ambulante de partituras, práctica muy habitual por aquel entonces entre los músicos escénicos. Y el primer acto, discurre casi todo él por la senda de los patrones cómicos y belcantistas en los que Donizetti se manejaba de forma tan natural, por herencia del gran Rossini y de la fértil escuela napolitana. Es música prima hermana de Don Pasquale o del L’elisir, pero sin la lucidez compositiva de aquellas. Solo avanzando en el segundo y tercer acto, cuando ya se delinea la sombra del patíbulo sobre Roberto, víctima del celo envenenado femenino, la obra remonta entonces de forma sorprendente. Cobra cuerpo progresivo, se enfunda e hincha de tragedia y, contra toda expectativa, acaba por poner la carne de gallina. La escena de Roberto aguardando en prisión su sentencia, muy lírica y conmovedora, bien podría considerarse una avanzadilla de «E lucevan le stelle« de Tosca. El culmen a toda esa tensión inoculada se alcanza con el cuadro final de la reina, en que la heroína, en un ataque de dignidad y arrepentimiento, luce su vocalidad tormentosa y pone fin a su propio reinado. Este cierre, afilado y contundente, como el tajo del hacha del verdugo, es sin duda lo más conseguido y emocionante de la ópera.


En la presente producción del Real, firmada por Alessandro Talevi y Madeleine Boyd, hay una apabullante predilección por la estética gótica. Los escenarios no abandonan la negritud apenas en ningún momento. Obstinados en su minimalismo de Familia Adams, se antojan salidos de un club nocturno de siniestros, soterrado en algún bajo industrial de Nueva York. Inmóviles marcos, lóbregas vestimentas, en contraste con las fluidas melodías italianas. Únicamente las damas rompen el rigor de Halloween con sus galas de color. Gana mucho la puesta en escena con el trono arácnido en que, de repente, la monarca se pasea por sus palaciegas dependencias. El artrópodo, con claras resonancias de las esculturas de Bourgeois o de los móviles articulados de Theo Janssen, otorga atractivo y dinamismo a este montaje, por lo demás, provocador.
[Imágenes pertenecientes a la producción del Teatro Real, representada del 22 de septiembre a 8 de octubre de 2015]

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