Un famoso fabricante de campanas, de larga barba y absolutamente ateo, recibió cierto día la visita de dos clientes. Iban vestidos de negro, muy serios , y mostraban un bulto en los hombros, que el ateo pensó que podían ser alas, como se dice que usan los ángeles; pero no hizo caso, porque no era conciliable con sus convicciones. Los dos señores le encargaron una campana de grandes dimensiones–el maestro jamás había hecho ninguna tan enorme- y de una aleación metálica que nunca había utilizado; los dos señores explicaron que la campana produciría un sonido especial, totalmente diferente al de cualquier otra campana. En el momento de despedirse, los dos señores explicaron, no sin un pizca de embarazo, que la campana tenía que servir para el Juicio Universal, que ahora resultaba inminente. El maestro de las campanas rió amistosamente, y dijo que nunca habría Juicio Universal, pero que, de todos modos, haría la campana de la manera indicada y en la fecha concertada. Los dos señores pasaban cada dos o tres semanas a ver cómo avanzaban los trabajos; eran dos señores melancólicos, y aunque admirasen el trabajo del maestro, parecían íntimamente descontentos. Después, durante algún tiempo, dejaron de aparecer. Mientras tanto, el maestro finalizó la mayor campana de su vida, y descubrió que estaba orgulloso de ella, y en el secreto de sus sueños le pareció que deseaba que una campana tan hermosa, única en el mundo, fuera usada con ocasión del Juicio Universal. Cuando la campana ya estaba terminada y montada sobre un gran trípode de madera, los dos señores reaparecieron; contemplaron la campana con admiración y, al mismo tiempo, con profunda melancolía. Suspiraron. Finalmente, aquel de los dos que parecía más importante, se dirigió al maestro y le dijo en voz baja, casi con vergüenza: “Tenía razón usted, querido maestro; no habrá, ni ahora ni nunca, ningún Juicio Universal. Ha sido un terrible error”. El maestro miró a los dos señores, también con cierta melancolía, si bien benévola y feliz. “Demasiado tarde, señores míos”, dijo con voz baja y firme; y asió la cuerda, y la gran campana sonó y sonó, sonó fuerte y alta y, tal como debía ser, los Cielos se abrieron.
[Centuria: cien breves novelas-río /Giorgio Manganelli; traducción de Joaquín Jordá .- Barcelona: Anagrama, 1982 .- ISBN 84-339-3016-8]
“Centuria”, con la que el escritor italiano Giorgio Manganelli (1922-1990) obtuvo el Premio Viareggio de Narrativa en 1979, es una obra fascinante de principio a fin. De entre los cien minirelatos que conforman el libro, hay piezas de un ingenio y una imaginación descomunales, salpicadas siempre con un toque de humor ácido que denota una profunda compasión del autor hacia el ser humano, hacia sus paradojas y contradicciones más íntimas. En todas ellas, Manganelli hace gala de un lúdico y refinado sentido del estilo, gracias al cual los juegos filosóficos, retóricos y teológicos se encarnan en la piel de deliciosos personajes: señores de indumentaria y costumbres anticuadas, ermitaños enamorados, fantasmas melancólicos, dragones, bandidos, asesinos e incluso dinosaurios. Prácticamente, cada historia, condensada en el sabio espacio de dos páginas, podría dar lugar a otra de mayor dimensión, quizás por eso el libro lleva el subtítulo de “Cien breves novelas-río”, pues todo fragmento individual constituye la síntesis de una leyenda, narración o perorata rescatada del imaginario universal; si bien recontada desde el punto de vista poderosamente creativo y cómico del autor. Hay un fenomenal ejercicio de recreación discursiva, tal es así que, tras la lectura, se tiene la sensación de hallarse ante un volatinero o un artista del trapecio, o bien ante un ajedrecista del lenguaje. No en vano dicen que Manganelli era un admirador de Quevedo. Algunas piezas, como la número 62 -el señor que pierde el Universo al entrar en una tienda de lociones para después del afeitado-, son sin duda antológicas. Yo traigo aquí la siguiente que, a pesar de su aparente simpleza de fábula, no le va a la zaga en inventiva y redondez:
2011-02-13